viernes, 2 de enero de 2009

IMPOSIBILIDAD DE COMUNICACIÓN

Entre todas las cosas que han sido dispuestas en la tierra para poner a prueba mi paciencia -y Dios sabe que hay un montón de ellas-, ninguna ha gozado de tanto éxito con el paso de los años como la AT&T, la compañía telefónica estadounidense.
Si me dieran a elegir entre, digamos, el vertido accidental en mi regazo de una probeta de ácido clorhídrico y la necesidad de tratar con la AT&T, la opción del ácido clorhídrico siempre me resultaría menos penosa. La AT&T cuenta con los teléfonos públicos más indestructibles del planeta. Lo sé bien porque en todos los encuentros que he tenido con teléfonos públicos de la AT&T, el aparato ha terminado recibiendo una buena paliza por mi parte.
Como sin duda habréis intuido, no me gusta demasiado la AT&T. Pero no pasa nada, pues yo tampoco les gusto demasiado a ellos. Según parece, a la AT&T no le gusta ninguno de sus usuarios. De hecho, éstos le gustan tan poco que ni siquiera se digna a hablar con ellos. La AT&T actualmente se vale de voces sintéticas en sus respuestas, lo que implica que, por muy mal que vayan las cosas (y podéis estar seguros de que lo irán), nunca conseguiréis hablar con una persona de carne y hueso. Lo único que obtendréis será la respuesta de una extraña voz metálica, robótica y como moqueante, que os dirá algo así:
-El número que acaba de marcar no pertenece a ningún parámetro de marcación conocido.
La cosa resulta frustrante a más no poder.
Me acordé de todo ello el otro día cuando la compañía de microbuses que se suponía que debía recogerme en el aeropuerto Logan de Boston olvidó hacerlo y me dejó tirado en dicho aeropuerto. Yo sabía que había sido un descuido y no cuestión de accidente o avería, pues cuando me encontraba en el punto de encuentro designado, el microbús con matrícula de Darmouth que yo conocía bien se acercó en mi dirección y, justo al agacharme para coger mi equipaje, siguió disparado por la carretera de salida del aeropuerto en dirección a New Hampshire.
Así que me acerqué a un teléfono público para llamar a la compañía de microbuses, a fin de expresarles mis saludos y aprovechar para decirles que lo tenía todo a punto para salir en marcha, que bastaba con que redujeran un poco la velocidad y se dignaran abrirme la puerta del vehículo. Para ello, antes tenía que llamar al servicio de información de la AT&T. La perspectiva me hizo soltar un suspiro de resignación. El vuelo había sido muy largo. Estaba cansado y muerto de hambre, abandonado en un aeropuerto sin ninguna gracia. Sabía que el siguiente microbús no aparecería antes de tres horas y encima, me tocaba tratar con la AT&T. Sumido en negros presagios, me acerqué a los teléfonos públicos que había en el exterior de la terminal.
Como no llevaba encima el número de la compañía de microbuses, leí las instrucciones ofrecidas para llamar a Información y marqué el número pertinente. Al cabo de un minuto, una voz sintética respondió a mi llamada y me conminó en tono brsuco a insertar un dólar con cinco centavos en monedas. La cosa me dejó boquiabierto. Las llamadas a información siempre habían sido gratuitas. Rebusqué en mis bolsillos, pero no conseguí encontrar más que sesenta y siete centavos. Tras comprobar el aguante y la flexibilidad del auricular -sí, seguía siendo indestructible-, cogí mis bolsas de viaje y me encaminé a la terminal para conseguir algo de cambio.
Por supuesto, en ningún sitio estaban dispuestos a darme cambio sin comprar algo, así que tuve que adquirir el New York Times, el Boston Globe y el Washington Post -cada uno por separado y pagado con un billete distinto, pues ningún otro arreglo parecía aceptable-, hasta reunir un dólar y cinco centavos en variopintas monedas plateadas.
A continuación volví al teléfono y repetí el proceso, pero resultó que el teléfono era de ésos que se muestran caprichosos con las monedas. Éste en particular parecía sentir visible desagrado por las monedas de diez centavos que exhibían la efigie de Roosevelt. No es fácil insertar monedas en la ranura cuando tienes tres periódicos en la mano y el auricular sujeto entre la oreja y el hombro, y menos aún cuando el aparato escupe una de cada tres monedas que introduces. Al cabo de unos 15 segundos cierta voz robótica chirrió en el auricular y me reprendió -¡lo juro!- en un irritante tono temblón, viniendo a decir que o me daba prisa, o me dejaría sin línea. Al momento me dejó sin línea y el teléfono regurgitó las monedas que yo había insertado, pero aquí está el chiste: no me las devolvió todas. Entre lo retenido por el aparato y lo que éste se negaba a aceptar, ya sólo contaba con noventa centavos.
Tras comprobar de nuevo la flexibilidad y firmeza del auricular, esta vez de forma más prolongada me encaminé de nuevo hacia la terminal. Compré el Providence Journal y el Philadelphia Inquirer y volví al teléfono. Esta vez conseguí que me pusieran con Información, pedí el número que necesitaba y me apresuré a sacar papel y bolígrafo. Yo sabía por experiencia que el Servicio de Información sólo da el número una vez antes de colgar rápidamente. Escuché con atención y me apresuré a anotar el número. El bolígrafo no funcionaba. Olvidé el número de inmediato.
Volví a la terminal, adquirí el Bangor Daily-News, el Poughkeepsie Journal y un bolígrafo de plástico, y regresé junto al teléfono. Esta vez conseguí anotar el número sin problemas y lo tecleé. Por fin las cosas salían bien.
Al cabo de un momento, una voz animosa y optimista me respondió al otro extremo:
-¡Buenos días! ¡Universidad de Darmouth!
-¡Universidad de Darmouth! -tartajeé, atónito-. Pero yo quería hablar con la compañía de microbuses de Darmouth...
Acababa de emplear mis últimas monedas en esta llamada y no podía creer que otra vez tuviera que volver a acumular más chatarra. En ese momento me pregunté cuántas de esas personas que abundan en América y se te acercan para implorar una moneda fueron una vez personas como yo mismo, ciudadanos respetables que habían llevado una vida normal hasta encontrarse sin techo y en la calle, eternamente necesitados de una moneda con que efectuar la llamada que necesitan en algún teléfono público.
-Si quiere, puedo proporcionarle ese número -ofreció la mujer.
-¿En serio? Oh, sí, muchas gracias.
Mi interlocutora desgranó un número. Era evidente que lo sabía de memoria. El número no se parecía en nada -en nada absolutamente- al proporcionado por la AT&T. Me apresuré a dar las gracias a la desconocida.
-No es molestia ninguna -repuso ella-. Sucede todos los días.
-¿Cómo? ¿El Servicio de Información ofrece el número de la universidad a quienes piden el de la compañía de microbuses?
-Un día sí, y otro también. ¿Llama usted desde un teléfono de la AT&T?
-Sí.
-Lo suponía -apuntó ella con concisión. Volví a dar las gracias-. No hay de qué.
Y una cosa: antes de marcharse, no olvide propinarle una buena tunda a ese teléfono.
Por supuesto, la desconocida no dijo semejantes palabras. No era preciso que las dijera.
Tuve que esperar cuatro horas a que llegara el microbús. Pero podía haber sido peor. Por lo menos, tenía lectura en abundancia.

8 de Junio, 1997.
(Bill Bryson, Historias de un gran país)